sábado, 11 de octubre de 2014

El Abuelo

Las manos de aquél hombre que un día fueron, por el duro trabajo, rústicas y encallecidas, fuertes como el roble. Hoy eran suaves y delicadas, casi infantiles pues, hasta en el tamaño parecían haber cambiado, sujetaban contra su pecho a aquella criatura hermosa y fuerte que, aunque mostraba su fragilidad desnuda de bebé recién bañado, dejaba constancia de su fortaleza. Sus ganas de vivir a toda costa.
            Olía a campo y romero, jazmines. Mil flores. Todas hermosas como la niña que, dormía. Dormía, plácida, segura. Con la seguridad que le aportaban aquellas manos.
            Su carita contra el pecho del hombre que, por no despertarla, casi ni respiraba.
            El hombre elevaba la mirada al cielo. Quizás pidiendo, de las Alturas, bendiciones para la niña. Quizás oraba dando gracias. Gracias por su hija, gracias por su nieta. Gracias.
            Imaginaba, mientras la acunaba, que le contaría cuentos. El de María Sarmiento, que un día, se la llevó el viento.
Imaginaba sus primeros dientes, sus primeros pasos, sus primeras palabras…Imaginaba que le cantaría canciones al son de aquella guitarra que dormía, sola y sin cuerdas, en el desván de su casa. Le interpretaría lo hondo de su ser más escondido, escondido en su guitarra. Profundos los sentimientos, eternos. Los que siempre han sentido los abuelos al tener entre sus brazos a su primera nieta.
Una lágrima, trémula, luchaba por caer de sus ojos.- Yo no lloro. Me lloran los ojos solos.- Pensaba.
No te mientas. Le decía, desde lejos. Y mis palabras se las llevaba el viento:-Te llora el alma-.
            Y el hombre, la acunaba, mientras la luz de la luna clara, entraba por la ventana dando a la estancia brillos de plata, reflejos de magia que, aquella niña de nariz respingona tomaba. En su sueño plácido, en el inicio del viaje. Viaje de experiencia y vida.
            En el horizonte la luz despuntaba con taconeo de martinete y taranta. Los arreboles…
            La niña abrió los ojos, como luceros negros. Azabaches. Como los de su madre. El hombre, acarició sus manitas y le besó en la frente. Y mientras los visillos se levantaban en danza con la suave brisa y era más intenso el aroma a campo, romero y jazmines. Muy bajito, muy quedo, casi en susurro que se va con el viento, acercó sus labios a la pequeña y le dijo: Soy tu abuelo.


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