Las manos de aquél hombre que un día
fueron, por el duro trabajo, rústicas y encallecidas, fuertes como el roble.
Hoy eran suaves y delicadas, casi infantiles pues, hasta en el tamaño parecían
haber cambiado, sujetaban contra su pecho a aquella criatura hermosa y fuerte
que, aunque mostraba su fragilidad desnuda de bebé recién bañado, dejaba
constancia de su fortaleza. Sus ganas de vivir a toda costa.
Olía a campo y romero, jazmines. Mil
flores. Todas hermosas como la niña que, dormía. Dormía, plácida, segura. Con
la seguridad que le aportaban aquellas manos.
Su carita
contra el pecho del hombre que, por no despertarla, casi ni respiraba.
El hombre elevaba
la mirada al cielo. Quizás pidiendo, de las Alturas, bendiciones para la niña.
Quizás oraba dando gracias. Gracias por su hija, gracias por su nieta. Gracias.
Imaginaba,
mientras la acunaba, que le contaría cuentos. El de María Sarmiento, que un
día, se la llevó el viento.
Imaginaba sus primeros dientes, sus
primeros pasos, sus primeras palabras…Imaginaba que le cantaría canciones al
son de aquella guitarra que dormía, sola y sin cuerdas, en el desván de su
casa. Le interpretaría lo hondo de su ser más escondido, escondido en su
guitarra. Profundos los sentimientos, eternos. Los que siempre han sentido los
abuelos al tener entre sus brazos a su primera nieta.
Una lágrima, trémula, luchaba por
caer de sus ojos.- Yo no lloro. Me lloran los ojos solos.- Pensaba.
No te mientas. Le decía, desde lejos. Y mis palabras se las llevaba el viento:-Te llora el alma-.
Y el hombre,
la acunaba, mientras la luz de la luna clara, entraba por la ventana dando a la
estancia brillos de plata, reflejos de magia que, aquella niña de nariz
respingona tomaba. En su sueño plácido, en el inicio del viaje. Viaje de
experiencia y vida.
En el horizonte
la luz despuntaba con taconeo de martinete y taranta. Los arreboles…
La niña
abrió los ojos, como luceros negros. Azabaches. Como los de su madre. El
hombre, acarició sus manitas y le besó en la frente. Y mientras los visillos se
levantaban en danza con la suave brisa y era más intenso el aroma a campo,
romero y jazmines. Muy bajito, muy quedo, casi en susurro que se va con el
viento, acercó sus labios a la pequeña y le dijo: Soy tu abuelo.
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