Érase una vez
una niña mimada por sus padres, sus abuelos y toda su familia.
Vivía, sin aparentes problemas,
en una ciudad del sur de España donde la vida transcurría plácidamente, sin
altibajos ni desaires.
Estudió
en un buen colegio, ”de pago”, decía su madre. A la que Dios no le dio muchas
luces y su padre tampoco procuró que las tuviera. El padre de la niña, no
opinaba. Tan solo le preocupaban las apariencias. Ya se sabe que, en las
pequeñas ciudades, aparentar lo es casi todo. Sobre todo, si en la infancia y
juventud, lo que se veía no daba lugar a las apariencias.
La
niña crecía rodeada de todo aquello que su padres no tuvieron, llegando
incluso, al derroche. Derroche en todo: vestidos, zapatos, relojes, bolsos
(Estas dos cosas últimas, imitaciones compradas en Ebay).
La
niña quiso estudiar una licenciatura y sus padres se sacrificaron para que la
estudiara en una universidad privada, aunque con ello, la economía familiar se
resintiera. Fueron tres años duros.
La
chavalina, entra clase y clase, frecuentaba, vestidita como una reina, diversos
ambientes. Lo mismo asistía a una concentración estudiantil, como bailaba en la
discoteca más “chic” de la ciudad.
Siguió
su andadura, la niña. Que ahora hago mis prácticas en el extranjero, que quiero
viajar, que necesito un coche y para el coche mi carnet de conducir…Todo era
pedir y pedir.
Los
padres, por prurito, accedían sin pensarlo a todos sus caprichos.-¡La nena
tiene que ser una señorita…!- Pensaba la madre. -Ya que yo no pude serlo…- El
padre callaba y soñaba con el día que le sacara de aquella pobreza, más
intelectual que económica, que le atenazaba. Él siempre tuvo aspiraciones.
Pasaron
los años, los viajes, los vestidos de lujo, las Ferias de la ciudad y ciudades
aledañas. Ella, la niña, estrenando cinco o seis vestidos de volantes de Fran Alegre
y David Espejo. ¡Un dineral! Con tal que la nena se codeara con lo mejorcito de
la alta sociedad cerrada a cal y canto a
quién no aparentara.
Ella
llegó a tener un noviete muy de chaqueta azul marino y corbata granate. Un “pijo-pera”
de pelo engominado y sombrerillo de esos que los niñatos se ponen en Andalucía.
Que es como ponerse una seta, haga sol o no. Tan solo para el disfraz.
La
madre, feliz. El padre, esperando el día en que su hija le hiciera “algo”, que
no “alguien”. Y llegó ese día.
La
niña se levantó de la cama temprano, rebuscó en su armario para acabar sacando
unas antiguas mallas que utilizó hacía mucho para sus clases de Ballet. Estaban
descoloridas y con algún agujero que otro. Encima se colocó la parte de arriba
de un pijama viejo. El cuello desembocado por los años y las mangas cortas por
el exceso de lavado.
La
madre, al verla de tal guisa, con lo “finisimísima” que era su niña. Extrañada,
le preguntó qué hacía. Y…¡Oh, sorpresa! La nena dijo que salía de “manifa” ¡Que
me he hecho de Podemos!. Lo dijo como aquél que dice: ¡Me voy a la Ópera!
Ni
que decir tiene que a la madre casi le da el “parraque”. El padre, hundido, se
sentó en el sillón del salón, a solas y a oscuras. Los ojos fijos en aquél
cuadro que en todas las casa del sur tienen: un olivar, con sus arbolitos
colocados en línea recta e infinitos. Desde la imitación del papiro que colgaba
tras un cristal en la pared, Orus miraba impertérrito la angustia y el desasosiego
que reinaba en la casa. Es como si pensara: Borregos…
Mochila
a la espalda, con zapatillas roídas, el pelo sin peinar, ni maquillaje, ni
pintura de uñas. Tan solo un pañuelo morado, atado como una soga, al cuello. Se
plantó ante su padre y le dijo.
-Oye,
papuchi. Que me des las llaves del Mercedes, porque vamos unos cuantos y en mi
Mini, no cabemos.
El
padre, sin rechistar, como lo había hecho siempre, le dio las llaves de su
querido Mercedes. La idiota, salió por la puerta dejando tras de si a aquellos
padres tan complacientes para sus caprichos, aquellos que jamás le negaron
nada, los que la convirtieron en lo que hoy era. Una niñata pija. Una niñata
piji-progre. Una imbécil.